Señor y Padre nuestro, te bendecimos y te glorificamos, porque nunca nos dejas solos, y te manifiestas vivo y presente en medio de nosotros.
Ya en tiempos antiguos guiaste a Israel, tu pueblo, con mano poderosa y brazo extendido a través de un inmenso desierto, y hoy acompañas a tu Iglesia peregrina, dándole la fuerza de tu Espíritu.
Fortalécenos con este mismo Espíritu para que todos nosotros, pueblo de Dios, caminemos alegres en la esperanza y firmes en la fe y comuniquemos al mundo el gozo del Evangelio. Así, por medio de tu Hijo, que nos abre el camino de la vida, llegaremos, a travé de este mundo, al gozo perfecto de tu reino.
Padre de bondad y Señor del Universo, en una humanidad dividida por las enemistades y las discordias, tú diriges las voluntades para que se dispongan a la reconciliación.
Tu Espíritu, Señor, mueve los corazones para que los enemigos vuelvan a la amistad, los adversarios se den la mano y los pueblos busquen la unión.
Con tu acción eficaz, Padre santo, consigues que las luchas se apacigüen y crezca el deseo de la paz; que el perdón venza al odio y la indulgencia a la venganza.
Por eso Tú no cesas, Señor, de convocar a hombres de toda raza y cultura por medio del Evangelio de tu Hijo, y los reúnes en un solo cuerpo, que es la Iglesia.
Esta Iglesia, vivificada por tu Espíritu y a imagen de tu Trinidad santa, resplandece como signo de la unidad de todos los hombres, da testimonio de tu amor en el mundo y abre las puertas de la esperanza.
De esta forma se convierte en un signo de fidelidad a la alianza que has sellado con nosotros para siempre.
Reúnenos, pues, a los hombres de cualquier clase y condición, de toda raza y lengua, en el banquete de la unidad eterna, en un mundo nuevo donde brille la plenitud de tu paz.
Te pedimos, pues, que la Iglesia sea, en medio de nuestro mundo, instrumento de unidad, de concordia y de paz.