sábado, 19 de mayo de 2018

Oración por los sacerdotes


Oh buen Jesús, Sacerdote Eterno, que elegiste sacerdotes para pastorear la Iglesia de Dios, adquirida al precio de tu propia sangre.

Te doy gracias por su vida y por su ministerio.

Bendice a nuestro obispo... (se indica el nombre) y a sus obispos auxiliares; bendice a los sacerdotes diocesanos, extradiocesanos y religiosos que ejercen su ministerio en esta Diócesis de... (se indica el nombre); bendice a los seminaristas. 

Bendíceles para que sus pensamientos y acciones sean expresión de tu gloria y de tu amor.

Llénales de fe, de sabiduría y de caridad pastoral.

Que la Eucaristía y tu Palabra sean el alimento de su vida interior.

Que tu vida y tu Pasión se renueven en su quehacer diario y el las situaciones de sufrimiento, para que su presencia sea enseñanza, aliento y esperanza para todos los fieles.

Renueva la fuerza, la ilusión y la alegría que pusiste en su espíritu el día de la ordenación.

Concédeles un corazón generoso, abierto a cualquier llamada.

Concédeles ojos para descubrir lo mejor que hay en las personas y oídos para escuchar sin prejuicios.

Hoy, Señor, te pido especialmente por... (se puede indicar el nombre o nombres de sacerdotes que se conozcan). Concédeles la alegría de sentirte a su lado y llénales de la sabiduría del Espíritu. Pongo en las manos de María su vida y su ministerio.

Amén.

miércoles, 2 de mayo de 2018

Pregón Pascual




Exulten por fin los coros de los ángeles,
exulten las jerarquías del cielo,
y por la victoria de Rey tan poderoso
que las trompetas anuncien la salvación.

Goce también la tierra,
inundada de tanta claridad,
y que, radiante con el fulgor del Rey eterno,
se sienta libre de la tiniebla
que cubría el orbe entero.

Alégrese también nuestra madre la Iglesia,
revestida de luz tan brillante;
resuene este templo con las aclamaciones del pueblo.

En verdad es justo y necesario
aclamar con nuestras voces
y con todo el afecto del corazón
a Dios invisible, el Padre todopoderoso,
y a su único Hijo, nuestro Señor Jesucristo.

Porque él ha pagado por nosotros al eterno Padre
la deuda de Adán
y, derramando su sangre,
canceló el recibo del antiguo pecado.

Porque éstas son las fiestas de Pascua,
en las que se inmola el verdadero Cordero,
cuya sangre consagra las puertas de los fieles.

Ésta es la noche
en que sacaste de Egipto
a los israelitas, nuestros padres,
y los hiciste pasar a pie el mar Rojo.

Ésta es la noche
en que la columna de fuego
esclareció las tinieblas del pecado.

Ésta es la noche
en que, por toda la tierra,
los que confiesan su fe en Cristo
son arrancados de los vicios del mundo
y de la oscuridad del pecado,
son restituidos a la gracia
y son agregados a los santos.

Ésta es la noche
en que, rotas las cadenas de la muerte,
Cristo asciende victorioso del abismo.


¿De qué nos serviría haber nacido
si no hubiéramos sido rescatados?

¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros!
¡Qué incomparable ternura y caridad!
¡Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo!

Necesario fue el pecado de Adán,
que ha sido borrado por la muerte de Cristo.
¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!

¡Qué noche tan dichosa!
Solo ella conoció el momento
en que Cristo resucitó de entre los muertos.

Ésta es la noche
de la que estaba escrito:
«Será la noche clara como el día,
la noche iluminada por mi gozo.»

Y así, esta noche santa
ahuyenta los pecados,
lava las culpas,
devuelve la inocencia a los caídos,
la alegría a los tristes,
expulsa el odio,
trae la concordia,
doblega a los poderosos.

En esta noche de gracia,
acepta, Padre Santo,
este sacrificio vespertino de alabanza
que la Santa Iglesia te ofrece
por medio de sus ministros
en la solemne ofrenda de este cirio,
hecho con cera de abejas.

Sabernos ya lo que anuncia esta columna de fuego,
ardiendo en llama viva para gloria de Dios.

Y, aunque distribuye su luz,
no mengua al repartirla,
porque se alimenta de esta cera fundida,
que elaboró la abeja fecunda
para hacer esta lámpara preciosa.

¡Que noche tan dichosa
en que se une el cielo con la tierra,
lo humano y lo divino!

Te rogamos, Señor, que este cirio,
consagrado a tu Nombre,
arda sin apagarse
para destruir la oscuridad de esta noche,
y, como ofrenda agradable,
se asocie a las lumbreras del cielo.

Que el lucero matinal lo encuentre ardiendo,
ese lucero que no conoce ocaso
y es Cristo, tu Hijo resucitado,
que, al salir del sepulcro,
brilla sereno para el linaje humano,
y vive y reina glorioso
por los siglos de los siglos.

Amén.